miércoles, 25 de febrero de 2015

Retrato de una madre sádica: Rose Maslow, por Annie Chevreux

Abraham Maslow. Vida y enseñanzas del creador de la psicología humanista, de Edward Hoffman

Kairós, Barcelona, 2009

Edward Hoffman, el autor de la biografía Abraham Maslow. Vida y enseñanzas del creador de la psicología humanista (Kairós, col. Vitae, Barcelona, 2009), señala cómo la pésima relación de Abraham con Rose, su madre, contrasta con lo vivido por Freud y por Jung, «que mostraron una relación más estrecha con sus madres que con sus padres».

Sabemos que algo similar le pasó a Fritz con la suya y no podemos dejar de recordar el afecto que le profesaba.

Volviendo a Maslow, Hoffman narra la infancia miserable del joven Abe en Brooklyn, la falta de amor, el afán de Rose por perseguir, intranquilizar, atormentar al hijo: «Maslow jamás olvidó la superstición religiosa de su madre y sus amenazas de castigo divino por las travesuras más insignificantes de la infancia».

A eso de los cuatro o cinco años, puse a prueba alguna de sus amenazas… como los castigos con los que, según decía, Dios me atormentaría si me portaba mal. Recuerdo, por ejemplo, haberle escuchado decir que si me subía a una ventana, no crecería, de modo que, para corroborar la veracidad de su afirmación, no dudé en subirme a una ventana y comprobar… que estaba mintiendo.

A la dureza de carácter se suman el egoísmo y la mezquindad. Maslow lamentaba profundamente la «cicatería con la que Rose gobernaba a su gran familia […] recordaba con amargura el cerrojo con el que su madre les impedía acceder a la nevera, a pesar de que Samuel (el padre) se ganaba bien la vida».

El autor de la biografía insiste también en la actitud castrante y el sadismo de una madre «que no perdía ocasión, en los encuentros familiares, para desacreditar [al hijo]. Uno de sus comentarios favoritos, que resultaba ciertamente intolerable para el joven Maslow, era: ‘¡No tienes ni la menor idea, Abe!’.

Al rememorar Maslow el día de su bar mitzvah, cuando tuvo que recitar pasajes religiosos en hebreo, insiste en cómo le fue intolerable dirigirse a su madre en términos de amor y agradecimiento y cómo le hirió la respuesta de ella:

Debía decir: «Mi querida madre, a la que debo mi vida… a lo que debo tal y cual cosa… ¡Cuánto te quiero! Estallé en lágrimas y escapé huyendo, porque tanta hipocresía se me hacía insoportable […] Rose se dirigió triunfalmente hacia los parientes congregados y dijo: «¡Ya veis! ¡Me quiere tanto que ni siquiera puede expresarlo en palabras!»

Más adelante Hoffman señala:

Hay otro episodio que nos permite atisbar una faceta de Rose todavía más cruel. Siendo niño, Maslow tropezó, mientras paseaba, con un par de gatitos abandonados en la calle y decidió llevárselos a casa y cuidar de ellos. Cuando esa noche Rose llegó a casa, escuchó los maullidos, y, al entrar en el sótano, descubrió a su hijo alimentando a los gatitos con un plato de leche. Doblemente enfadada por haber metido a los gatos en su casa y por haber utilizado un plato para alimentarlos, cogió a los gatitos, y, ante la aterrorizada mirada de su hijo, los despanzurró arrojándolos contra la pared.

Una tarde había regresado muy contento de una de sus actividades favoritas, buscar viejos discos por las tiendas de Manhattan. Dejó los discos en el suelo de la sala de estar y se dispuso a inspeccionar orgullosamente su creciente colección. Rose entró advirtiéndole que los recogiera de inmediato pero, absorto en sus tesoros recién descubiertos, él la ignoró, y cuando regresó después de abandonar la habitación durante unos minutos, su madre estaba furiosa: «¿Qué te he dicho?, gritó y, ante la atónita   mirada de Maslow, empezó a pisotear los discos hasta destrozarlos. Luego, con expresión satisfecha, abandonó la habitación».

Al referirse al Maslow adulto, Hoffman insiste en que

jamás modificó, a pesar de varios años de psicoanálisis, su actitud hacia Rose. Nunca la perdonó ni trató de justificarla como una víctima de su educación o de su desafortunado matrimonio […]
La odiaba y jamás llegó a reconciliarse con ella, negándose incluso a acudir a su entierro. La consideraba una persona cruel, ignorante, brutal y tan poco afectuosa que casi provoca la locura de sus hijos. A lo largo de su vida, Maslow siempre se preguntó cómo teniendo a esta madre, que él mismo calificaba de «criatura horrible», no había acabado psicótico.

Reflexionando sobre su proceso de búsqueda, el propio Maslow concluye:

Siempre me he preguntado de dónde procede mi utopismo, mi interés por la ética, mi humanismo y mi interés por la bondad, el amor y la amistad. Sé con toda seguridad que es una consecuencia directa de no haber disfrutado del amor de mi madre. Pero mi filosofía vital, mi interés por la investigación y hasta mi visión teórica hunden también sus raíces en el odio y la revulsión contra todo lo que ella representaba.












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