“El paraíso yace a los
pies de las madres”.
Profeta Mohamed
“Canto la verdad. ¡Madre del amor, alienta el
principio de mi carrera! ¿Por qué Ovidio
invoca a la madre y no al padre en “El arte de amar”. ¿Por qué Federico García Lorca, en un poema
inédito recién salido a la luz, menciona a su madre y no a su padre, como si
fuera a ella a quien imaginariamente cuenta su confidencia: “Aquel rubio de
Albacete/vino, Madre, y me miró. ¡No lo puedo mirar yo!/ Aquel rubio de los
trigos/ hijo de la verde aurora,/ alto, solo y sin amigos…”.
Un poeta granadino y
amigo de infancia, tiene una peculiar teoría: La figura del padre es
enigmática: el hombre corrige a la Naturaleza y,
a veces, puede llegar a ser más cruel, precisamente cuando ejerce de
padre. Sin embargo, es una figura que tiene mucho más de femenino que de
masculino (¡gran paradoja!), mientras que la figura de la madre tiende más a
asimilarse a la del amigo, a quien se cuentan más fácilmente las confidencias.
El padre, como las mujeres, no necesita competir con la virilidad del hijo;
simplemente la asimila y se siente orgulloso de ella. Con la madre un hijo
puede reñir, competir y darse la libertad de buscar a otras mujeres…. Claro que
cada cual explica el mundo según sus propias vivencias y reflexiones.
En mi caso tuve una
madre entregada a su marido y a sus hijos. Posteriormente la viví como
dominante e intrusiva, pero la justificaba porque pensaba que no podía hacer de
otro modo para sacar adelante a una familia numerosa. Me liberé, saliendo muy
pronto de casa y de España, aunque en aquellos momentos solo creía liberarme de
la dictadura franquista. En la distancia seguía sin cortar con un segundo
cordón umbilical de naturaleza emocional. Pasadas más de cinco décadas, me di
cuenta de que aún debía dar un paso más. Jamás había discutido con ella. Nunca
le había alzado la voz. El día que puse el límite y exigí el respeto de una
persona adulta, lo rompí definitivamente. La relación se transformó desde
entonces en un amor filial maduro. Ha cumplido 98 años y sigo sintiendo un amor
adulto, sin límites ni temor. Los últimos quince años de su vida, ya
nonagenaria, borraron cualquier mal recuerdo, dolor, frustración o rencor y
para ello me fue necesario haber yo cumplido medio siglo y haber tenido que
acogerme en dos ocasiones en su casa por circunstancias que no vienen al caso.
Siempre la quise más que a mi padre hasta esos momentos, en que pude ponerlos
en plano de igualdad en mi interior, pues mi padre ya había fallecido veinte
años antes.
No es imprescindible
para todo hombre gritar, pelearse o tener un conflicto definitivo para
liberarse. Cada uno sabrá cómo lo ha hecho, si es que lo ha hecho. Pero
encuentro a demasiados hombres que tienen conflicto con sus parejas por
excesivo sometimiento aún a su madre, o que se han apartado de ella y se han
sometido a su pareja, sustituyendo una dependencia por otra.
Históricamente
encontramos múltiples ejemplos de hijos que, de alguna manera, siguen en una
especie de útero limitador toda su vida. Dos botones bastarán de muestra. El
poderoso emperador Francisco José I de Austria se debatió parte de su vida
entre la férrea disciplina impuesta en la Corte y sobre sus hijos por su madre Sofía de
Baviera y el temperamento e ideas más liberales de su esposa Isabel, la célebre
emperatriz Sissi. Parece que casi siempre se inclinó por los criterios de su
madre. Aún hoy día, muchos conflictos de pareja se producen por la influencia
de las suegras en los nuevos hogares, sin que los hombres pongan el límite a
sus respectivas madres para construir un nuevo hogar. Pero lo mismo vale para
las madres entrometidas de las hijas. Los hay y las hay que siempre han vivido
en la tribu familiar y no logran liberarse, o no quieren, intentado fagocitar a
la pareja en su familia de origen.
Por otro lado, Marcel
Proust, criado y educado exclusivamente por su madre, generó una dependencia
enfermiza, que reflejó con detalle en “A la búsqueda del tiempo perdido”. Su
madre ejerció el papel de preceptora, enfermera y traductora. Al morir ella,
Proust se recluyó deprimido varios años en París, trabajando de noche a base de
café. Por paradojas del destino, fue enterrado junto a la tumba de su padre y
su hermano. Y no es una historia del siglo XIX. Hace años tuve en consulta a un
“joven” de 36 años, que vivía con sus padres y tres hermanos más, de 34, 39 y
42 ¡todos ellos solteros! El motivo de la consulta era justamente la asfixia
familiar, un amor mal entendido y el miedo a salir de la matriz protectora y
conocida de su infancia y adolescencia. Cuando decidió independizarse, a pesar
de que tenía un trabajo fijo desde hacía años y solo necesitaba alquilarse un
apartamento, mejoró su autoestima y el cariño por sus padres y hermanos, con
los que previamente pasaba semanas sin hablarse. Las distancias de tiempo y
espacio son siempre creativas.
A pesar de que vivimos
en una sociedad patriarcal, el peso de las madres sigue siendo muy poderoso en
el interior del hogar. En algunas culturas como la vasca, no se dice ir a casa
de los padres sino a “la casa de nuestra madre” (gure amaren etxean). Según la
tradición, la casa siempre la heredaba la hermana mayor, porque se suponía que
era quien mejor la cuidaría. La cultura melanésica redobla el matriarcado; las
mujeres heredan las tierras y deciden los matrimonios.
Es conocida la
expresión de tener actitudes de “madre judía”, que no tiene que ver nada con el
antisemitismo, sino con una forma de pensar, sentir y actuar respecto al hogar.
La condición de judío se hereda por la madre y no por el padre. “Madre judía”
sería el epítome de madre entregada y fusionada con el hijo: cuando sirve la comida,
todos deben tener hambre; si se despierta temprano, es hora de levantarse; si
está cansada y quiere dormir, todos a la cama; si un hijo se resfría, tose por
su hijo y si tiene fiebre, suda por él. Si tiene un examen, se sabe todas las
respuestas. Si la hija se pone de parto, ella “empuja”. También tienen
actitudes similares muchas madres españolas e italianas. Mi madre solía decir
de vez en cuando: “niños, mamá tiene sueño, ¡todos a la cama!”.
Aunque la práctica del
catolicismo haya disminuido en las últimas décadas, todavía influye en el
inconsciente mediterráneo la concepción de la Virgen María como
modelo de madre. Aún recuerdo las advocaciones que se le adjudicaban en las
letanías: Madre purísima, madre castísima, madre amable, madre del buen consejo…
Y de aquí a, “madre no hay más que una” y distinguir entre la mujer objeto o
sujeto de deseo sexual, por un lado, y la madre “asexuada”, pura e intocable,
por otro. También viene al caso la típica frase del charro mexicano: “maté a mi
amigo, porque me mentó a la madre”. Nueva paradoja, porque mis admirados
mexicanos quieren a la madre sobre todas las cosas, pero admiran al padre y
todo lo bueno que pasa es “padrísimo” y todo lo malo es una “situación madre”.
A pesar de las diferencias culturales y
del avance de los tiempos, tal vez habría que profundizar en dos controvertidas
afirmaciones de mi amigo de infancia y prologuista, Jose María Torres Morenilla
cuando afirma que “la cuna del hombre sigue meciéndola los apoyos del
subconsciente: en la madre se halla el primer amigo y en el padre está el
primer amor”.
De todo esto puede
deducirse que “la madre” es, en parte, la experiencia subjetiva de la relación
del otro polo, el hijo o la hija. Si se pregunta a dos hermanos que hablen de
su madre, a veces se tiene la sensación de que están hablando de dos personas
distintas. Y la relación se hace siempre a dos: la madre con los patrones de
relación que aprendió a lo largo de su vida (también ella fue hija alguna vez)
y el hijo o hija con los patrones que va estableciendo para obtener protección,
aceptación y amor. Y la presión actual sobre las madres para ser la madre
perfecta, entregada, informada, eficaz, alegre, comunicativa, de realizarse
como madre, como esposa y, cada vez con más frecuencia, como profesional fuera
del hogar, supone una idealización y una aspiración que conlleva muchas
frustraciones.
A sesiones de terapia
no solo acuden hombres que tienen conflictos con su madre y/o con la suegra, o
con la propia pareja por proyectar la relación con su propia madre, sino que
también acuden madres culpabilizadas por no dar la talla ante la presión
familiar, social y cultural; por no ser las madres ideales. También madres que
“lo han dado todo” para encontrarse con adolescentes rebeldes sin límites o con
postadolescentes y jóvenes instalados
permanentemente en la casa, de la que no acaban de desprenderse, pero en
la que se niegan a colaborar con reciprocidad en las tareas que exige una
convivencia entre adultos.
En muchas ocasiones,
solo salen del hogar porque se “enamoran” o “se enganchan” sexualmente a una
pareja y ambos se muestran celosos y posesivos en esta primera etapa en una
especie de relación sado-masoquista de placer-displacer, amor-odio y elevadas
cumbres y sombríos valles. Pero mientras funciones la relación sexual tienen la
impresión de que todo lo demás se solucionará, porque han encontrado el “gran
amor” que late en toda la cultura posmoderna del placer, la “media naranja”, el
consumo a dos. Aún existe una fuerte presión familiar, social, política y
económica para formar una pareja: los padres maduros quieren tener nietos;
muchos amigos y amigas en la treintena y en la cuarentena ya están casados o en
parejas de hecho y las pandillas de amigos y amigas solteras se van
deshaciendo, por los nuevos compromisos adquiridos por los que formaron un
nuevo hogar; el Estado controla más a las familias y a las parejas que a los
solteros, a través de las declaraciones de renta compartidas –sale más
ventajosas por pagar menos impuestos-, las ventajas por tener hijos, las leyes
de protección familiar, etc; muchas empresas productoras de bienes y servicios
se hundirían si no hubiese un número suficiente de bodas cada mes, si las
familias no se comprometieran cada vez a más gastos de hogar y de consumo con
los hijos… Y esto, a pesar de que algún sector económico ya se enfoca casi
exclusivamente en los solteros y solteras, que pueden disponer de todo lo que
ganan para sí y pueden permitirse pequeños “lujos” que no pueden permitirse
cuando forman un hogar independiente y tienen hijos. Bueno, esto en el supuesto
de que tengan trabajo y no estén en paro y dependientes de las pensiones de los
padres y abuelos.
En general, en Estados
Unidos y en Europa existen un número equivalente de hombres y de mujeres que no
viven en pareja. La diferencia consiste en que ellas por lo general tienen
mayor nivel cultural o económico, aunque a veces están muy poco abiertas porque
tuvieron una mala experiencia de abandono con alguna anterior pareja o porque
muchas se criaron con una madre divorciada y, fusionadas con ella, guardan en
el inconsciente una cierta desconfianza y amargura hacia los hombres en
general.
He tenido en consulta
mujeres que aparentemente buscan pareja, pero que, a la hora de la verdad,
siempre encuentran hombres tan poco disponibles en el fondo como ellas, porque
siguen colgados anímicamente de su madre. Algunos porque hicieron de marido
sustituto para defenderla de un padre bebedor y maltratador, o totalmente
ausente y silencioso, y se hicieron igualmente “padre” de sus hermanos a los
que veían desprotegidos. Otros porque son hijos únicos y la madre les
sobreprotegió tanto que el padre “tiró la toalla” muy temprano, dejándolos sin
una referencia masculina que les era totalmente necesaria a la edad entre los 6
y los 18 años de edad. Se hicieron confidentes de su madre y se pusieron
externa e internamente de su lado en el conflicto de sus padres. Este tipo de
hombres suele oscilar entre los que idealizan tanto a su madre –y a la mujer en
general- que nunca encuentran la “pareja perfecta” que solo está en su
fantasía, sus vivencias subjetivas y la proyección del “ánima” positiva que
hacen sobre el arquetipo femenino, sin plantearse jamás que esa proyección es
lo que tendrían que recuperar para relacionarse como hombres maduros, fuertes y
sensibles, determinados y flexibles, tan escuchadores como comunicadores de
problemas y soluciones, pero sobre todo de emociones y estados de ánimo. Así
integrarían las cuatro funciones de orientación psíquica que Jung establecía en
los ejes de sensación-intuición y pensamiento-sentimiento. En estos casos,
suele producirse de ambas partes, la actitud vital paradójica de “sígueme, yo
huyo”.
Y siempre, la
presencia de la madre, aunque haya fallecido o se halle a diez mil kilómetros
de distancia. Como afirma el psicoterapeuta gestáltico, Enrique de Diego, que
se define como “varón, hijo, nieto, huérfano, hermano, esposo, padre, abuelo y
amigo”, no existen las “ex-madres”, porque la madre es algo interiorizado y
“para toda la vida” que, si no se hace consciente, se corre el riesgo (que es
lo más común) de proyectarla sobre la pareja, hombre o mujer (“Hay una madre y
es para toda la vida, hasta que mi muerte nos separe”, Revista de Terapia
Gestalt, nº 34, 2014).
Y Pepa Campos, también
formadora de terapeutas gestálticos, añade desde su perspectiva de mujer: una
buena madre sana, diría a su hija: “Dejo espacio para que tu padre tenga un
papel esencial en tu vida. Para que puedas mirarte en sus ojos y alimentarte de
la admiración que él siente por ti, aprendiendo así que eres una mujer valiosa
y querible por los hombres, con lo cual no vas a permitir, de adulta, que
ninguno te falte el respeto o te maltrate”. Y diría al hijo: “Te apoyo y
bendigo la conexión con tu padre, te aliento a que te acerques a él y que
aprendas a ser hombre de él y con él”. (“Ser madre: una faceta de ser mujer”,
ibídem).
En mi caso, mi madre
no podía formular estas frases, por ser de otros tiempos y otras generaciones,
pero nos inculcó con insistencia a hijas e hijos el respeto y el cariño a
nuestro padre. Jamás le oí discutir con él, quejarse o reprocharse siendo niño
o adolescente. Nunca un insulto, un grito ni elevar la voz. E igual
comportamiento mantuvo mi padre hasta su muerte. Las diferencias las trataban
en privado y había concesiones mutuas, aunque con la distancia del tiempo y la
mayor objetividad emocional que este proporciona, mi padre ponía muy pocas
líneas rojas y era más que moderado en sus deseos y peticiones. Este “buenismo”
no me ha sido excesivamente útil, beneficioso ni sano en mis relaciones de
pareja. Tardé mucho tiempo en no proyectar sobre ellas la “madre perfecta” y,
por tanto, comportarme como el hijo evitativo del conflicto, los tsunamis
emocionales, las quejas, los llantos, las amenazas, los chantajes que pueden
producirse en el interior de cualquier pareja cuando no se ha hecho un largo
proceso de individuación y desidentificación de los mandatos de la cultura
familiar. Desde afuera, durante muchos años me vieron los amigos como el hombre
amable, fácil, incluso algo sumiso. El precio pagado no fue rentable en
términos de salud emocional y de desarrollo personal, ni para ellas, ni para
mí.
Así que ahora intento
vivir conforme a otra pauta más consciente, libre y voluntaria, que sugiero
como posibilidad a los hombres, con o sin pareja: “lo que acordemos,
mujer-igual-y-diferente, con respeto a nuestros firmes propósitos
internos, generosidad y entrega.
Alfonso Colodrón
Miembro titular de la AETG
(Capítulo sobre la madre de su último libro: Guía para hombres en marcha. De la línea al círculo)
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